Carlos A. Montaner
Cuando éramos muchachos en el Instituto del Vedado, en La
Habana, hace un siglo, le escuché decir a un compañero de estudio: “El Papa no
ama a Mao y viceversa”. ¿Por qué? -le pregunté dócilmente. “Porque el Papa no
ama a Mao”. Me contestó con una sonrisa medio idiota. Era una “pega” de doble
sentido a la que se accedía pronunciando de una cierta manera “no ama a Mao”.
Fue la consagración de Xi Jinping. Si mi compañero del
Instituto hubiera esperado a mediados de octubre del 2022, durante el vigésimo
Congreso del Partido Comunista chino, vería como 1,500 delegados, todos
encorbatados y enfundados en trajes oscuros, en un teatro lleno, juraban amar a
Mao aunque, a estas alturas de las reformas, estuvieran en las antípodas del
marxismo. La gran contradicción es que hay que reivindicar a Mao y al marxismo,
los causantes del desastre chino previo a las reformas. Xi lo hizo.
En 1985 Xi Jinping pasó dos semanas inolvidables en Iowa
aprendiendo no sé qué de los cultivadores de alimentos. Tenía 31 años. Era
primavera. Hacía nueve que había muerto Mao (1976) y China se entregaba con
entusiasmo a la reforma de Deng Xiaoping.
Este fragmento de su vida lo leí en The Economist, la
mejor revista popular de tema internacional. Se llevó muy bien con los
anfitriones. Fue un flechazo a primera vista en las dos direcciones. Durmió en
una habitación adornada con afiches de series de televisión sobre la conquista
del espacio, comió por primera vez “rositas (palomitas) de maíz”, y supongo que
le encantó todo lo que vio.
¿Qué vio en esas dos vertiginosas semanas? Vio a un país
tremendamente eficiente que producía, con menos del 3% de la población, todo
los vegetales y carnes que se consumían en la nación y, además, exportaba una
cantidad sustancial de esa producción. El contraste era muy notable con su país
de origen. La miseria de China y la insalubridad las atribuyó a la limpieza de
la atmósfera, tan descuidada en China, y a la presencia de la rampante
corrupción, típica, por demás, de una situación en la que los funcionarios
tenían unas competencias y unas atribuciones mal diseñadas por las regulaciones
de las leyes fiscales. En las dos semanas pasadas en Iowa, Xi se volvió “verde”
y estableció una cruzada moralizante contra la corrupción.
Cuando tuvo poder en China, declaró la creación de una
especie de “muralla china natural”. Están en la fase de replantar los árboles y
crear un bosque inmenso. El mayor del planeta. Como era de esperar, hasta el
2050 no estará listo. Simultáneamente, para deleite de sus compatriotas, se ha
dedicado a combatir la corrupción.
¿Qué fue lo que no vio Xi en esas dos semanas en Iowa? No
vio la laxa estructura que había convertido a Estados Unidos en la primera
potencia del planeta. Y no la vio porque es invisible. No la vio porque no
existen los partidos políticos. Por encima de todo, Xi es un hombre del Partido
Comunista. Su padre, Xi Zhinxun, fue Viceprimer Ministro a cargo del Consejo de
Estado. Lo que no le libró de las represalias de Mao, incluidas las torturas.
China llevaba varios años de la “Revolución Cultural”,
que duró una década, exactamente hasta la muerte de Mao Zedong. Y había llevado
a la cárcel a Deng Xiaoping, entre otros, y a trabajo forzado o al exilio,
lejos de Pekín, a muchos, como a Xi Zhinxun, compañero de Mao en la insurrección
contra el Kuomintang, los nacionalista de Chiang Kai-shek, haciendo perfecta la
comparación entre las revoluciones y Saturno. Parece que devoran a sus hijos.
Xi Jinping, a quien llaman “el Príncipe”, se inscribió en
1974 en el Partido Comunista, dos años antes de la muerte de Mao, cuando ya se
veía venir su descalabro durante la “Revolución Cultural” a manos de los
reformistas. Según TheEconomist, Xi es un restaurador antes que un reformista.
Quiere restaurar la autoridad absoluta del Partido Comunista Chino.
Estados Unidos, afortunadamente, no es demócrata,
republicana o independiente. La sociedad está toda mezclada. Si prevalecen los
valores del orden, será republicana. Si están en auge los valores sociales,
será mayoritariamente demócrata. Depende de la situación. Antes de 1933, y por
una larga década, fue republicana. Luego vino F.D. Roosevelt por cuatro
periodos consecutivos y un quinto si consideramos a Harry Truman. Prevaleció lo
social. Generalmente, se alternan en el poder. Hoy se acusan de “bolcheviques”
y “fascistas”, pero no hay tal cosa. Ni los demócratas son “bolcheviques” ni
los republicanos son “fascistas”. Esos son epítetos que se utilizan en medio de
campañas mediáticas.
Se trata de empresarismo. Lo que le da sustento al modelo
gringo es la empresa. La mayor parte de los electores son pragmáticos. Admiran
a los triunfadores a rabiar. Les da exactamente igual que los triunfadores se
despeguen de la media de ingresos. No hay envidia que valga. Adoran a Elon
Musk, a Jeff Bezos, a Bill Gates, a Warren Buffet, a Amancio Ortega. Siempre y
cuando hayan hecho el dinero dentro de la ley. Por la otra punta, aman a unos
señores que se han abierto paso contra viento y marea. Las universidades
estadounidenses están llenas de cursos para emprendedores que luego hacen
metástasis en Occidente.
Mientras Xi Jingping continúe velando por los intereses
del Partido Comunista Chino, y mientras intente “liberar” (realmente subyugar)
a Taiwán, está asegurado que el primer lugar en el ranking mundial continuará
llevándoselo Estados Unidos. Así de simple.