La Cuarta Transformación y la transición a la democracia


José Fernández Santillán


En el discurso de toma de posesión como Presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador dijo que ese día iniciaba la Cuarta Transformación política de México; un cambio de régimen; una transformación pacífica y ordenada. AMLO explicó el motivo por el cual llamaba a su ascenso al poder de esa manera: “Si definimos en pocas palabras las tres grandes transformaciones de nuestra historia, podríamos resumir que en la Independencia se luchó por abolir la esclavitud y alcanzar la soberanía nacional; en la Reforma, por el predominio del poder civil y por la restauración de la República; y en la Revolución, nuestro pueblo y sus extraordinarios dirigentes lucharon por la justicia y la democracia; ahora nosotros queremos convertir la honestidad y la fraternidad en forma de vida y de gobierno”. (El Universal, 1/XII/2018).

Así, la historia de nuestro país ha tenido como figuras emblemáticas, respectivamente, a don Miguel Hidalgo, a don Benito Juárez, a don Francisco I. Madero para, finalmente, culminar con el advenimiento de López Obrador. Aparte del evidente delirio de grandeza que resalta en su visión de la historia, hay que señalar que esa versión sobre la cronología política nacional puede estar sujeta a discusión.

Hizo bien José Woldenberg (El Universal, 19/II/2018) en señalar que esa Cuarta Transformación anunciada por AMLO es: “Una especie de megalomanía por anticipado: antes de ser y hacer, la coronación publicitaria.

“No obstante —sigue diciendo Woldenberg—, temo más a la supresión de etapas importantes y productivas que no son valoradas por el discurso anterior. Una en especial —reciente y que incluso permitió que la actual coalición gobernante lo sea— es no sólo ninguneada sino suprimida. Me refiero a la transición democrática que vivió el país entre 1977 y 1997 y a los primeros años de una democracia naciente que forjaron novedades que deberíamos valorar y proteger”.

Cierto: el Régimen de la Revolución, que se sustentó en el predominio de la figura presidencial, la hegemonía del partido oficial y la presencia de una sola élite, con el movimiento del 68 mostró que tenía cuarteaduras: había que cambiar. Así lo entendió Jesús Reyes Heroles, quien impulsó, como secretario de Gobernación, la Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales (1977). Abrió las compuertas del sistema político.

Como quien tira una piedra en aguas mansas, eso generó nuevas reformas plasmadas en una serie de acuerdos políticos y sucesivas disposiciones normativas como las de 1986, 1996 y 2014, gracias a los cuales pasamos del verticalismo autoritario a la horizontalidad democrática.

Con base en los contrapesos establecidos, el Presidente ya no pudo ser el monarca absoluto que decidía todo: primero la Cámara de Diputados (1997) y luego la Cámara de Senadores (2000) dejaron de ser dominadas por un solo partido. El pluralismo fortaleció al Poder Legislativo. También se llevaron a cabo reformas que fortalecieron la independencia del Poder Judicial; muchos estados de la República dejaron de ser gobernados por el PRI.

Los presidentes Ernesto Zedillo (1994-2000), Vicente Fox (2000-2006), Felipe Calderón (2006-2012) y Enrique Peña Nieto (2012-2018) tuvieron que plegarse a esa política democrática caracterizada por: una auténtica división de poderes, la pluralidad, la negociación, la tolerancia, el ascenso de una sociedad civil crítica y vigilante.

Lo que ha acarreado el ascenso de López Obrador a la Presidencia de la República es el atisbo de un régimen político distinto: hay un nuevo partido que domina las dos cámaras del Congreso y un Presidente ávido de poder.

¿Pero de qué régimen se trata? Lorenzo Meyer, uno de los ideólogos de AMLO, publicó un artículo titulado “Del Populismo” (El Universal, 17/II/2018). Allí se lee: “En México, el cardenismo fue el primer populismo, de izquierda, y que había logrado revertir antes de la llegada del neoliberalismo salinista, algo de la profunda desigualdad social que se venía arrastrando desde la época colonial. Hoy, los adversarios y críticos del proyecto encabezado por Andrés Manuel López Obrador (AMLO) pretenden descalificarlo señalando que encabeza un segundo populismo mexicano, también de izquierda.

“En el contexto mexicano y mundial la propuesta de AMLO es una respuesta, con fuerte anclaje en nuestra historia y nuestra sociedad, a la profunda crisis en que sumió al país el autoritarismo, el neoliberalismo, la incompetencia y profunda corrupción de la dupla PRI-PAN”.

Frente a este tipo de argumentaciones se debe responder que es una desmesura comparar a Lázaro Cárdenas con Andrés Manuel López Obrador; son estaturas diferentes. Ciertamente, se trata de dos regímenes populistas, pero de muy distinta catadura: el primero, puso en acto los compromisos del Régimen de la Revolución que triunfó sobre el sistema oligárquico porfirista; el segundo, está desmontando el orden democrático que construimos desde 1977; Cárdenas, edificó el Estado posrevolucionario; el segundo está desinstitucionalizando al país; el michoacano tuvo como motivo inspirador la justicia social; el tabasqueño tiene como objetivo implantar el clientelismo. El primero fue un estadista que organizó y encauzó las diversas corrientes que en ese entonces surcaban el espectro nacional; el segundo es un político que se confronta con quien se le ponga enfrente. ¿De qué fraternidad habla AMLO? La verdad es que asistimos a una regresión.



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